“Ana estaba tan triste que no dejaba de llorar. Por eso oró a Dios
y le hizo esta promesa: «Dios todopoderoso, yo soy tu humilde servidora. Mira
lo triste que estoy. Date cuenta de lo mucho que sufro; no te olvides de mí. Si
me das un hijo, yo te lo entregaré para que te sirva sólo a ti todos los días
de su vida”. 1 Samuel 1: 10 – 11. En medio de la larga historia de reyes,
batallas, ciudades sitiadas y opresión ejercida por los poderosos, nos dice de
un Dios que se preocupa por los pobres y los oprimidos, un Dios para quien
ningún sufrimiento es demasiado trivial para no ocuparse de él. En su
desesperación, Ana prometió que si se le daba un niño lo entregaría a Dios,
poco sabía en ese momento de las consecuencias que tendría su promesa. Pero
Dios sí sabía. Él había permitido que llegara al abismo de la desesperación,
precisamente por esta razón. El fruto de
su vientre debía ser criado en el propio templo. ¿Puede Dios ser tan desalmado?
¿Agravó su dolor sólo para forzarla a hacer un voto desesperado? ¿Podría ser tan
insensible? Ana no era un simple peón en el juego de ajedrez de la historia que
Dios manejaba. Los propósitos de Dios para la vida de Ana pueden haber incluido
el sufrimiento. Pero su propósito más amplio respecto a Israel estaba unido a
un propósito amoroso hacia Ana. El la guio suavemente por medio de su
sufrimiento para finalmente darle mucha más felicidad.