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martes, 15 de agosto de 2017

Angela


A los once años Ángela sufrió una grave enfermedad que le afectó el sistema nervioso. Los médicos no albergaban esperanzas de que llegara a recuperarse alguna vez y predijeron que pasaría el resto de sus días en una silla de ruedas. Pero Ángela no se amilanó. Inmovilizada en su lecho del hospital decía que ella estaba decidida a volver a caminar algún día. La trasladaron a un hospital en el área de la Bahía de San Francisco especializado en rehabilitación. Los terapeutas estaban fascinados por el espíritu de lucha de la niña. Le enseñaron una técnica de trabajo que se basa en imaginar los movimientos; algo que, aunque no obtuviera resultados, le daría al menos una cierta esperanza, además de ocupar su mente durante las largas horas que tenía que pasar despierta en la cama. Ángela se esforzaba todo lo que podía en cumplir fielmente con las sesiones de trabajo mental en las que se imaginaba ¡moviéndose! Un día, mientras ponía todo su empeño en imaginarse que sus piernas volvían a moverse, creyó que se estaba produciendo un milagro: ¡La cama se movió! ¡Empezó a moverse por la habitación! — ¡Mirad lo que estoy haciendo! —gritó Ángela, entusiasmada—. ¡Mirad, mirad! ¡Me muevo, me muevo! En ese momento, en el hospital, todo el mundo también gritaba y corría en busca de protección. La gente vociferaba, las máquinas y los instrumentos se caían, los cristales se rompían. ¡Se estaba produciendo un terremoto en San Francisco! Ángela, estaba convencida de que fue ella quien lo hizo. Ahora, pocos años después, ha vuelto a la escuela. Camina sola, sin muletas ni silla de ruedas. Y, por cierto, alguien que es capaz de hacer temblar la tierra desde San Francisco a Oakland puede superar una enfermedad tan tonta, ¿no? (Hanoch McCarty)