El día de Acción de Gracias el periódico publicó un editorial que
trataba de una maestra que pidió a los niños de su clase de primer grado que
hicieran un dibujo de algo por lo cual estuvieran agradecidos. Ella pensaba en
lo poco que, realmente, tenían que agradecer aquellos niños, provenientes de
barrios pobres; sabía que la mayoría de ellos dibujarían imágenes de pavos
asados o de mesas repletas de comida y se quedó atónita ante la imagen que le
entregó Douglas: el dibujo, simple e infantil, de una mano. Pero, ¿de quién era
esa mano? Toda la clase se sintió fascinada por el carácter abstracto de la
imagen. —Yo creo que debe de ser la mano de Dios, que nos alimenta —dijo un chiquillo.
—O la de un granjero, que es el que cría los pavos —fue otra propuesta. Finalmente,
mientras los demás niños trabajaban, ella se inclinó sobre el pupitre de
Douglas para preguntarle de quién era la mano. —Es la mano de usted, señorita
—fue la respuesta. Ella recordó entonces que, con frecuencia, en el recreo,
había tomado de la mano a ese niño desaliñado y solitario, algo que ella hacía
habitualmente, pero que para Douglas significaba muchísimo. Tal vez ésa debería
ser para toda la verdadera Acción de Gracias, la que no agradece las cosas
materiales que nos han dado, sino la oportunidad de dar algo a los demás, por
pequeño que sea.