Había una vez un violinista llamado Paganini. Las notas mágicas
que salían de su violín tenían un sonido diferente, por eso nadie quería perder
la oportunidad de ver su espectáculo. Una noche, el público estaba preparado
para recibirlo. Paganini apareció, el público deliró, aplaudía y gritaba.
Paganini colocó su violín en el hombro y las notas parecían tener alas y volar
con el toque de aquellos dedos encantados. De repente, un sonido extraño
interrumpe el ensueño ¡Una de las cuerdas del violín de Paganini se rompe! El director de la orquesta paró. La orquesta
paró de tocar. El público paró. ¡Pero Paganini no paró! Mirando su partitura,
él continuó sacando sonidos deliciosos de su violín sin problemas. El director
y la orquesta, admirados, vuelven a tocar. El público se calmó, cuando de
repente, otro sonido extraño ¡Otra cuerda del violín de Paganini se rompe! El
director paró de nuevo. La orquesta paró también. ¡Paganini no paró! Como si nada hubiera
ocurrido, olvidó las dificultades y siguió arrancando sonidos imposibles de su
violín. El director y la orquesta, impresionados, vuelven a tocar. Pero el
público no podía imaginar lo que iba a ocurrir a continuación. Todas las personas, asombradas, gritaron un
OHHHH que retumbó por toda la sala. Una tercera cuerda del violín de Paganini
se rompió. El director para. La orquesta para. La respiración de público para.
¡Pero Paganini NO para! Como si fuera un contorsionista musical, arranca todos
los sonidos posibles de la única cuerda que sobra de aquel violín destruido.
Ninguna nota fue olvidada. El director, asombrado, se anima. La orquesta
también. El público pasa del silencio a la euforia, grita, aplaude, se pone de
pie, llora… Paganini alcanza la Gloria, triunfa, “Victoria” es el arte de continuar
“donde todos resuelven parar”.