Por el año 250 A.C., vivía en China, un príncipe que estaba buscando
esposa por lo que decidió hacer un concurso entre las muchachas de la corte
para ver quién podía ser digna de su propuesta. Una pobre anciana que servía en
el palacio llegó a casa y le contó a su hija los planes del príncipe y ella sin
dudarlo le dijo que también quería participar en la prueba. La joven llegó al
palacio y allí estaban todas las jóvenes más bellas del lugar, vestidas con sus
mejores ropas y con las más brillantes joyas. Entonces, el príncipe anunció el
desafío: Daré a cada una de ustedes una semilla. Aquella que me traiga la flor
más bella dentro de seis meses será la escogida, se convertirá en mí esposa y
futura emperatriz de China. El tiempo pasó y la dulce joven cuidaba con mucha
paciencia y ternura su semilla. Después de tres meses, la semilla seguía como
el primer día y aunque veía cada vez más lejos su sueño, su amor por el
príncipe, era cada día más profundo. Finalmente pasaron los seis meses y nada
brotó de aquella semilla. La muchacha se presentó en el palacio en la fecha y
hora acordada, sólo para estar cerca del príncipe por unos momentos. Sus manos
estaban vacías, mientras todas las otras pretendientes tenían una hermosa flor
en sus manos. El príncipe observó a cada una de las pretendientes con mucho
cuidado y atención y anunció su resultado. La bella joven de las manos vacías
sería su futura esposa. Los presentes no entendían por qué él había escogido
justamente a aquella que no había cultivado nada. Entonces, con calma el
príncipe lo explicó: Esta muchacha, es la única que cultivó la flor que la hizo
digna de convertirse en mi esposa y emperatriz, porque todas las semillas que
os entregué eran estériles.