“Entonces Pedro salió de allí y lloró amargamente” (Lucas 22: 62).
Pedro lloraba con mucha tristeza no solamente porque había negado a su Señor sino
porque le dio la espalda a un amigo muy querido con el cual compartió tres años
y del cual aprendió mucho. Horas antes había manifestado, muy seguro, que nunca
lo negaría pero al invadirlo el temor olvidó su promesa. Falló como discípulo y
amigo, como muchas veces usted y yo lo hemos hecho producto de nuestra torpe
autosuficiencia. La humillante experiencia lo tiene envuelto en la agonía del
dolor y el remordimiento por lo que Jesús toma la iniciativa de irlo a buscar.
Al verlo le hace tres veces la misma pregunta: Pedro, ¿me amas? El mismo número
de veces que Pedro le había negado ¡Pedro había aprendido la lección! Sus
respuestas en esta ocasión tuvieron un matiz diferente. Le dice a su Maestro
que escudriñe su corazón y que constate sus palabras. Ya no es aquel impetuoso
que respondía por sobresalir, ahora es una “roca” que impregna a sus respuestas
sus más profundos sentimientos salidos de un corazón arrepentido, que después
de muchos yerros, reconoció la importancia de la prudencia y el valor que se debe
mostrar en la adversidad. Este era el momento de demostrar que ya no era el
mismo. Había aprendido que una cosa es decir, y otra es demostrar con hechos.
La muestra verdadera de amor sería efectiva al apacentar las ovejas del Señor
dedicando su vida en un trabajo nuevo: evangelizar. ¿Cuantas veces Jesús te ha
hecho la misma pregunta? ¿Una, tres, cinco, diez veces? ¿Y no has sabido que
responder? o tal vez tu respuesta no ha llenado las expectativas del Maestro.
Hoy te vuelve a repetir la pregunta: ¿Me amas?