Un soldado tenía un caballo y su vecino el granjero tenía otro. El
caballo del soldado era un animal de mucho brío y un tanto arisco con la gente,
el del granjero en cambio, era dócil, tranquilo y de fácil monta. Como era de
esperarse el preferido por los niños del vecindario era el caballo dócil del
granjero, pues lo podían tocar, acariciar y hasta dar paseos sobre su lomo sin
ninguna preocupación. “Papá, quisiera que tu caballo fuera manso como el del
granjero”- dijo con cierta tristeza la hija del soldado mientras contemplaba
desde su casa a los dos animales pastando. Su padre, dejando a un lado los
quehaceres, se sentó junto a la pequeña niña y le dijo: -“Hijita, ¿Realmente
crees que mi caballo no es manso? – Te explicaré algo: Cuando vuelan las balas
de cañón y comienza el ruido ensordecedor; Cuando suenan las trompetas y el
terrible miedo de la batalla se apodera incluso de los más valientes, allí he
visto a muchos caballos de granja correr desbocados en retirada, sin importar
cuánto los azoten ellos siempre arrojan al jinete y corren por su vida. Mi
caballo en cambio hijita, ese caballo arisco que vez allí correría hacia su
propia muerte si yo se lo pidiera, el me sede el control de su voluntad por
completo, anulando con nobleza incluso su propio instinto de supervivencia”. ¿Ahora
lo ves mi niña?- le dijo con amor el soldado: -“Un caballo manso no es aquel de
naturaleza tranquila, un caballo realmente manso es aquel que siempre obedece
al mando de la rienda, no importando lo que pase”. Desde entonces a la pequeña
dejó de afectarle la popularidad del caballo del granjero; Pues al final de
cada campaña militar, cuando su padre regresa a casa, ella como de costumbre
corre a su encuentro y le brinca al cuello, solo que ahora mientras le abraza
con fuerza también agradece en su corazón a aquel caballo arisco que, con su
“mansedumbre”, le ha traído a papá con vida.