Me gusta el poema “Los conquistadores”, de Charles Ross Weede, que
dice: “Jesús y Alejandro Magno murieron a la edad de treinta y tres años. Uno
vivió para sí mismo, el otro, para ti y para mí. El griego murió en un trono;
el judío sobre una cruz. La vida de uno pareció ser triunfal; la del otro, una
gran derrota. Uno dirigió grandes ejércitos; el otro anduvo solo. Uno derramó
la sangre de todo el mundo; el otro dio la suya propia. Uno conquistó el mundo
durante toda su vida, pero lo perdió a su muerte; el otro perdió su vida para
ganar la fe y la confianza de todo el mundo. Uno murió en Babilonia, el otro
sobre el Calvario. Uno ganó todo para sí; el otro se dio a sí mismo. Uno
conquistó todos los tronos; el otro, todas las tumbas. Uno se erigió en un
dios, Dios se humilló a sí mismo. Uno vivió solo para maltratar; el otro solo
para bendecir. Cuando el griego murió, cayó para siempre su trono de espadas;
pero Jesús murió para vivir para siempre como Señor de Señores. El griego esclavizó
a los hombres; el judío los libertó; uno fundó su trono sobre la sangre; el
otro sobre el amor. Uno tuvo su origen en la tierra; el otro, en el cielo. Uno conquistó
toda la tierra, pero perdió la tierra y el cielo; el otro lo entregó todo para
poder recibirlo todo. El griego murió para siempre; el judío, vive para
siempre. Uno perdió todo lo que conquistó; el otro ganó todo lo que entregó”. ¡Yo sin dudas, me quedo con Cristo!