El tribunal estaba lleno de personas expectantes, preocupadas y
también de otras totalmente indiferentes. El testigo sale de un asiento y se
dirige al estrado ¡Cruza una mirada con el acusado! Sabe que tiene en sus manos
el destino de aquél hombre. Ni un gesto, nada. Todos están a la espera de su
respuesta. Y el momento no tarda. El abogado le pregunta si estuvo el día tal y
a determinada hora, con su cliente. Un si o un no, determinará si el acusado
quedará o no en libertad. Su respuesta dará sustento a la versión del implicado.
Será la coartada oportuna y perfecta. El silencio lo invade todo y en la
fugacidad de un momento que se convierte en una eternidad, el testigo dijo: ¡No
lo conozco... y no sé de qué me habla! Negarlo fue tanto como dictarle una
sentencia. La Justicia sería implacable. El “antes” testigo, desconoció largos
años de amistad y secretos compartidos en la intimidad de una camaradería. El
testigo negó a su mejor amigo, echó por tierra la defensa y dejó sin piso
cualquier argumento. Aquel, en quien confiaba el acusado, de quien esperaba
respaldo y que testificara a su favor, le ha negado públicamente… ¿Y si el
acusado hubiese sido usted? Usted que estaría
con la esperanza de que en un momento de crisis su amigo más cercano le
brindara su ayuda y sin embargo, ¿Delante de todos le niega, le desconoce? Y
todavía… algunos de nosotros tenemos la osadía de juzgar a Pedro (Mateo 26: 69 –
75).