Un día, el maestro nos pidió de tarea que lleváramos papas crudas
y una bolsa de plástico. Nos dijo que pusiéramos en la bolsa plástica una papa
por cada persona a la que guardábamos resentimiento y escribiéramos su nombre
en ella. Nos pidió que durante una semana lleváramos con nosotros a todos lados
esa bolsa de papas en la mochila. ¡Algunas bolsas eran realmente pesadas! Naturalmente
la condición de las papas se iba deteriorando con el tiempo. El fastidio de
acarrear esa bolsa a todo momento me demostró claramente el peso que cargaba a
diario en mi corazón y en mi vida debido al resentimiento. También aprendí
como, mientras ponía mi atención en ella para no olvidarla, desatendía cosas
que eran más importantes para mí. Este ejercicio me hizo pensar sobre el precio
que pagaba por no perdonar algo que ya había pasado y no podía cambiarse. Muchas
veces pensamos que el perdón es un regalo para el otro, sin darnos cuenta que
los primeros beneficiados somos nosotros mismos. Muchas veces al primero que
tienes que perdonar es a ti mismo por todas las cosas que no fueron como
hubieras querido que fuesen. El perdón nos libera de ataduras que nos amargan
el alma y enferman el cuerpo. No significa que estés de acuerdo con lo que
pasó, ni que lo apruebes. Perdonar no significa dejar de darle importancia a lo
que sucedió, ni darle la razón a alguien que te lastimó. Simplemente significa
dejar de lado aquellos pensamientos negativos que nos causaron dolor o enojo. El
perdón se basa en la aceptación de lo que pasó. Ghandi decía que: “El perdón
rompe las cadenas, y te hace verdaderamente libre. Perdonar es el valor de los
valientes. Solamente aquel que es bastante fuerte para perdonar una ofensa,
sabe amar”.