En una cena de gala, el
presidente Teodoro Roosevelt se cansó de saludar a personas que
respondían a sus comentarios con dichos ceremoniosos sin sentido. Así que
comenzó a saludar a las personas diciéndoles con una sonrisa: «Esta mañana
asesiné a mi abuela». La mayoría de las personas, tan nerviosas por encontrarse
con él, ni siquiera oían lo que decía. Pero un diplomático lo oyó. No bien
escuchó el comentario del presidente, se inclinó y le susurró: «Estoy seguro
que recibió su merecido».