Hubo una vez un niño que tenía muy mal genio. Por ello su padre
decidió entregarle una caja de clavos y un consejo: que cada vez que perdiera
el control, clavase un clavo en la puerta de su habitación. El primer día, el
niño clavó 37 clavos en la puerta. Con el paso del tiempo, el niño fue
aprendiendo a controlar su rabia, por ende, la cantidad de clavos comenzó a
disminuir. Descubrió que eras más fácil controlar su temperamento que clavar
los clavos en la puerta. Finalmente llegó el día en que el niño no perdió los
estribos. Su padre, orgulloso, le sugirió que por cada día que se pudiera
controlar, sacase un clavo. Los días transcurrieron y el niño logró quitarlos
todos. Conmovido por ello, el padre tomó a su hijo de la mano y lo llevó hasta
la puerta. Con suma tranquilidad le dijo: “Haz hecho bien, hijo mío, pero mira
los hoyos… la puerta nunca volverá a ser la misma. Cuando dices cosas con
rabia, dejan una cicatriz igual que ésta. Le puedes clavar un cuchillo a un
hombre y luego sacárselo. Pero no importa cuántas veces le pidas perdón, la
herida siempre seguirá ahí. Una herida verbal es tan dañina como una física.
Recuerda que los amigos son joyas muy escasas, consérvalos, cuídalos, ámalos,
pero no los lastimes, hay daños que son irreversibles y no hay perdón que los
sane”. El niño comprendió la enseñanza de su padre y jamás volvió a tener que
controlar su ira, porque se dedicó a tomarse las cosas con calma y actuar
siempre guiado por el amor.