Mis seis hermanos y yo trabajábamos en el negocio de mi padre. Recuerdo
una lección de manera especial. Era un poco antes de navidad y yo estaba organizando
la sección de los juguetes. Un niño de cinco o seis años entró en la tienda.
Llevaba un viejo abrigo marrón, de puños sucios y raídos. Sus gastados zapatos,
con un único cordón, roto, me corroboraron que el niño era pobre, demasiado
pobre como para comprar algo. Examinó con cuidado la sección de juguetes;
tomaba uno y otro, y cuidadosamente los colocaba de nuevo en su lugar. Papá
entró y se dirigió al niño: -¿En qué te puedo servir? Éste respondió que
buscaba un regalo de navidad para su hermano, Me impresionó que mi padre lo
tratara con el mismo respeto que a un adulto. Le dijo que se tomara su tiempo y
mirara todo. Así lo hizo. Después de veinte minutos, el niño tomó con cuidado
un avión de juguete, se dirigió a mi padre y dijo: -¿Cuánto vale esto, señor? -¿Cuánto
tienes? -preguntó mi padre. El niño estiró su mano y la abrió. La mano, por
aferrar el dinero, estaba surcada de líneas húmedas de mugre. Tenía dos monedas
de diez, una de cinco y dos centavos -veintisiete centavos-. El precio del
avión elegido era de tres dólares con noventa y ocho centavos. -Es casi exacto
-dijo mi padre-. ¡Venta cerrada! Su respuesta aún resuena en mis oídos.
Mientras empaquetaba el regalo, pensé en lo que había visto. Cuando el niño
salió de la tienda, ya no advertí el abrigo sucio y raído, el cabello revuelto
ni el cordón roto. Lo que vi fue un niño radiante son su tesoro.