Don Roque era ya un anciano cuando murió su esposa. A los setenta
años, don Roque se encontraba sin fuerzas, sin esperanzas, solo y lleno de
recuerdos. Esperaba que su hijo, ahora brillante profesional, le ofreciera su
apoyo y comprensión. Don Roque llamó a la puerta de la casa donde vivía el hijo
con su familia. -¡Hola, papá! Qué milagro que vienes por aquí... -Ya sabes que
no me gusta molestarte, pero me siento muy solo, además, estoy cansado y viejo.
-Pues a nosotros nos da mucho gusto que vengas a visitarnos, ya sabes que ésta
es tu casa. -Gracias, hijo. Sabía que podía contar contigo. Entonces, ¿no te
molestaría que me quedara a vivir con vosotros? ¡Me siento tan solo! -¿Quedarte
a vivir aquí? Sí... claro... Pero no sé si estarías a gusto. Tú sabes, la casa
es chica... mi esposa es muy especial... y luego los niños... -Mira, hijo, si
te causo muchas molestias, olvídalo. No te preocupes por mí. -No, padre, no es
eso. Sólo que... no se me ocurre dónde podrías dormir. No puedo sacar a nadie
de su cuarto, mis hijos no me lo perdonarían... O sólo que no te moleste... -¿Qué
hijo? -Dormir en el patio... -Dormir en el patio, está bien. El hijo de don
Roque llamó a su hijo de doce años. -Dime, papá. -Mira, hijo, tu abuelo se
quedará a vivir con nosotros. Tráele una frazada para que se tape en la noche. -Sí,
con gusto... ¿Y dónde va a dormir? -En el patio; no quiere que nos incomodemos
por su culpa. Luis subió por la frazada, tomó unas tijeras y la cortó en dos.
En ese momento llegó su padre. -¿Qué haces, Luis? ¿Por qué cortas la frazada de
tu abuelo? -Sabes, papá, estaba pensando... -¿Pensando en qué? -En guardar la
mitad de la frazada para cuando tú seas ya viejo y vayas a vivir a mi casa.