Cada año, mi cumpleaños seguía el mismo ritual. Mi madre venía a
verme, aquel día de otoño y cuando abría la puerta, la encontraba parada en el
umbral sobre un montón de hojas secas que el viento arrastraba hasta la grada. Por
lo general era un día frío, y ella siempre se presentaba con un regalo de
cumpleaños bajo el brazo, algo pequeño y precioso que hacía tiempo necesitaba,
algo que no sabía que me hacía falta. Entonces abría el regalo con gran
cuidado, y luego lo guardaba junto con mis tesoros más preciados, pues para mí los
obsequios más frágiles son aquéllos que vienen de la mano de una madre. Si mamá
pudiera visitarme hoy en mi cumpleaños, la traería al calor de mi cocina,
tomaríamos una taza de té y contemplaríamos las hojas chocar con la fuerza del
viento contra nuestra ventana. No tendría prisa en desenvolver mi regalo,
porque hoy sabría que ya lo había abierto al verla en el umbral de la puerta
con su dulce y amorosa sonrisa, parada sobre un montón de hojas secas...