Los campos se secaron y se achicharraron por la falta de lluvia, y
las cosechas se marchitaban de sed. La gente estaba ansiosa e irritable,
mientras buscaba en el cielo alguna señal de alivio. Los días se volvieron
áridas semanas. La lluvia no llegaba. Los ministros de las iglesias locales
convocaron a una hora de oración en la plaza del pueblo, para el siguiente
sábado. Pidieron que todos trajeran un objeto de fe para inspirarse. Ese sábado
al mediodía, la gente del pueblo respondió en masa, llenando la plaza con caras
ansiosas y corazones llenos de esperanza. Los ministros se conmovieron al ver
la variedad de objetos que los concurrentes traían entre sus piadosas manos: libros
sagrados, cruces, rosarios. Cuando la hora terminó, como si se tratara de un mandato mágico, una suave lluvia comenzó a caer. Las felicitaciones se
extendieron entre la multitud, mientras sostenían en alto sus atesorados
objetos con gratitud y alabanza. En el centro de la manifestación, un símbolo de fe pareció ensombrecer a los
demás: un niña de cinco años había llevado una sombrilla…