Nuestra hija Ariana pasó de ser un bebé a ser una niñita, y como
todas, solía golpearse y resparse las rodillas cuando jugaba. En estas
ocasiones, extendía mis brazos y le decía, "Ven a verme". Cuando
trepaba a mi regazo, la mimaba y le preguntaba "¿Eres mi niñita?" En
medio de sus lágrimas, asentía. "¿Mi linda niñita Ariana?" Asentía,
esta vez con una sonrisa. Por último, le decía: "¡Y te amo siempre, por siempre,
pase lo que pase!" Con una risita y un abrazo, partía preparada para su
próximo reto. Ariana tiene ahora cuatro años y medio. Hemos continuado jugando
a "Ven a verme" cuando se raspa las rodillas o hieren sus
sentimientos, para los "buenos días" y las "buenas noches".
Hace unas pocas semanas tuve "uno de aquellos días". Estaba fatigada,
de mal humor y agotada de cuidar de una niña de cuatro años, dos muchachos
adolescentes y un negocio en casa. Cada llamada telefónica o llamada a la puerta
significaba trabajo para un día entero, que debía ser despachado ¡de inmediato!
En la tarde ya no pude soportarlo y me marché a mi habitación para llorar a mis anchas. Ariana
pronto se me acercó y me dijo: "Ven a verme". Se acostó a mi lado,
colocó sus suaves manitas en mis mejillas húmedas y preguntó, "¿Eres mi
mamita?" Entre lágrimas, asentí. "¿Mi linda mamita?" Asentí, y
sonreí. "¡Y te amo siempre, por siempre, pase lo que pase!" Con una
risita y un fuerte abrazo, partí preparada a afrontar mi próximo reto.