Mis muñecas sangran, lentamente voy perdiendo la noción del tiempo
y espacio. Siento que mi alma se sale por las cortadas, y poco a poco, mi dolor
mental va desapareciendo. ¡Voy a morir! Jamás he estado tan feliz antes, sé que
no voy a llorar más, ya no voy a sufrir, ya no voy a sentir, dormiré, dormiré para
siempre… Para mis padres seré una boca menos que alimentar y mis hermanos ya podrán
escuchar lo que les gusta a gusto. Mis maestros dirán que así termina la gente
insoportable y mis amigos ya no tendrán que fingir que les caía bien. Mis
familiares dirán: “Al fin, la rara esa” y las personas que constantemente me
molestaban: “Lo logramos”. A mi familia nunca le interesó si pasaba hambre o si
me daban mareos. Tampoco si lloraba a escondidas con ganas de morirme
constantemente. No era capaz de mirarme al espejo, sin escuchar en el fondo de
mi mente tantos y tantos insultos, como cuando mis padres me decían: ¿Alguna
vez harás algo bien? O cuando en la escuela me dijeron que nunca daría lo
suficiente para conseguir lo que quería en la vida. A partir de este momento ya
no voy a hablar. Ya no voy a ir más a la escuela ni voy a estar en casa,
simplemente voy a dejar de respirar. Y mientras mi familia esté llorando por mí,
yo voy a sonreír, porque por fin ya no me duele nada, ya no estorbo, ya no molesto,
ya no siento, ya no finjo, ya no estoy con vida. Navaja en mano, lagrimas
rodando, alma gritando, muñecas llorando…