Corría el año 1933. Me habían despedido de mi trabajo de media
jornada y ya no podía colaborar con los gastos de la familia. Nuestra única
entrada era lo que podía conseguir mamá cosiendo vestidos para los demás. Mamá
cayó enferma durante algunas semanas y le fue imposible trabajar. La compañía
eléctrica nos cortó la luz cuando no pudimos pagar la cuenta. Luego la compañía
de gas nos cortó el gas. Sucedió lo mismo con el agua corriente, pero el
Departamento de Salud los obligó a conectarla de nuevo por razones de higiene.
La alacena estaba vacía. Por fortuna, teníamos una pequeña huerta de hortalizas
y podíamos cocinarlas haciendo una hoguera en el patio de atrás. Un día mi
hermana menor regresó de la escuela y dijo como al pasar: —Mañana debemos
llevar algo a la escuela para dar a los pobres. Mamá comenzó a gritar:
"¡No conozco a nadie más pobre que nosotros!", cuando su madre, quien
por aquella época vivía con nosotros, la obligó a callar apoyando una mano en su
brazo y frunciendo el ceño. —Eva —le dijo—, si le transmites a esa niña la idea
de que es pobre, lo será por el resto de su vida. Queda un frasco de la
mermelada que hicimos. Puede llevárselo a la escuela. La abuela encontró un
pliego de papel de seda y un poco de cinta rosada con los que envolvió nuestro
último frasco de mermelada, y mi hermana salió al otro día para la escuela llevando
orgullosamente su "regalo para los pobres". A partir de entonces, si
surgía algún problema en la comunidad, mi hermana suponía naturalmente que ella
debía ser parte de la solución.