En 1968, durante las Olimpíadas Especiales de pista y campo,
presencié un bello ejemplo de bondad. Uno de los participantes era Kim Peek, un
joven que había sufrido una lesión cerebral y se encontraba gravemente
inválido. Competía en la carrera de las cincuenta yardas. Kim corría contra
otros dos atletas que sufrían de parálisis cerebral. Estaban en silla de
ruedas; Kim era el único que corría. Cuando sonó el disparo de salida, Kim
avanzó rápidamente delante de los otros dos. Les llevaba veinte yardas de
ventaja y se encontraba a diez de la meta, cuando se volvió para mirar cómo
iban los otros. La niña había hecho girar su silla de ruedas y se encontraba
atascada contra el muro. El otro chico llevaba su silla de ruedas hacia atrás,
con los pies. Kim regresó y empujó a la niña hasta hacerle atravesar la línea
de llegada. El niño que avanzaba hacia atrás ganó la carrera. La niña llegó
segunda. Kim perdió. ¿Perdió en realidad? La multitud que lo aplaudió de pie no
lo pensó así.