«En cierta ciudad había dos hombres. Uno de ellos era rico, y el
otro era pobre. El rico tenía muchas ovejas y muchas vacas; en cambio, el pobre
sólo tenía una ovejita. La había comprado, y él mismo la había criado y cuidado
como si fuera su propia hija. Tanto quería ese hombre a la ovejita que hasta le
daba de comer de su mismo plato, y la dejaba recostarse y dormir en su pecho. Y
así la ovejita fue creciendo junto con los hijos de ese hombre. Un día llegó un
visitante a la casa del rico, y el rico lo invitó a comer. Pero como no quería
matar ninguna de sus ovejas ni de sus vacas, le quitó al pobre su ovejita y la
mató para darle de comer a su visitante». Al oír esto, David se enojó muchísimo
contra el hombre rico y le dijo a Natán: — ¿Pero cómo pudo hacer eso? ¡Ese
hombre no tiene sentimientos! Te juro por Dios que ahora tendrá que pagarle al
pobre cuatro veces más de lo que vale la ovejita. Y además, ¡merece la muerte! Entonces
Natán le dijo: — ¡Pues tú, David, eres ese hombre! Y ahora el Dios de Israel
quiere que oigas esto: “Yo te hice rey de todo mi pueblo. Yo te cuidé para que
Saúl no te matara. Hasta te di su palacio y sus mujeres, y aun te habría dado
mucho más, si tú así lo hubieras querido. ¿Por qué te burlaste de mí, que soy
tu Dios? En realidad no fueron los amonitas quienes mataron a Urías; lo mataste
tú, ¡y lo hiciste para quedarte con su mujer! Por tanto, siempre habrá en tu
familia muertes violentas. Tus propios hijos te harán sufrir mucho. No vas a
morir, pero el hijo que tuviste con Betsabé, la mujer de Urías, morirá. (2
Samuel 12: 1–14).