Un científico, que vivía preocupado con los problemas del mundo,
estaba resuelto a encontrar los medios para aminorarlos. Pasaba sus días en su
laboratorio en busca de respuesta para sus dudas. Cierto día, su hijo de seis
años invadió su santuario, decidido a ayudarlo a trabajar. El científico,
nervioso por la interrupción, le pidió al niño que fuese a jugar a otro lado.
Viendo que era imposible sacarlo, el padre pensó en algo que pudiera
entretenerlo. De repente se encontró con una revista, en donde había un mapa
con el mundo, justo lo que precisaba. Con unas tijeras, recortó el mapa en
varios pedazos y junto con un rollo de cinta, se lo entregó a su hijo diciendo:
– “Como te gustan los rompecabezas, te voy a dar el mundo todo roto para que lo
repares sin la ayuda de nadie.” Entonces calculó que al pequeño le llevaría 10
días componer el mapa, pero no fue así. Pasadas algunas horas, escuchó la voz
del niño que lo llamaba calmadamente: – “Papá, papá, ya hice todo, conseguí
terminarlo”. Al principio el padre no creyó en el niño. Pensó que sería
imposible que, a su edad, hubiera conseguido componer un mapa que jamás había
visto antes. Desconfiado, el científico levantó la vista de sus anotaciones,
con la certeza de que vería el trabajo digno de un niño. Para su sorpresa, el
mapa estaba completo. Todos los pedazos habían sido colocados en sus debidos
lugares. ¿Cómo era posible? ¿Cómo el niño había sido capaz? – “Hijito, tu no
sabías cómo era el mundo, ¿Cómo lo lograste?” – “Papá, yo no sabía cómo era el
mundo, pero cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo, vi que del
otro lado estaba la figura del hombre. Así, que di vuelta a los recortes, y
comencé a recomponer al hombre, que sí sabía cómo era.” – “Cuando conseguí
arreglar al hombre, di vuelta a la hoja y vi que había arreglado al mundo.”