En ninguna parte de la Biblia se nos dice que la reina de Saba (1
Reyes 10) fuera una mujer pagana convertida. En realidad, se nos dice bastante
para suponer que no se convirtió. Si se hubiera convertido se nos diría que al
entrar en Jerusalén se dirigió al Templo para ofrecer sacrificios al Dios de
Israel. Se nos habla de sus conversaciones con Salomón y de sus visitas a los
palacios y la contemplación de sus riquezas... y nada más. Al final de su visita
dijo: «Bendito Jehová tu Dios», lo cual distingue el de Salomón del propio. La
reina de Saba era una mujer que se interesaba en las cosas. Había oído que
había ascendido al trono de Israel un rey de profunda sabiduría, y grandes
riquezas. Quiso conocerle. Oyó al rey, disfrutó de su conversación con él,
satisfizo su curiosidad intelectual y su sentido artístico. Pero nada más. Hoy
vemos también muchos jóvenes, que sienten deseos de ampliar sus horizontes
intelectuales, de alcanzar excelencia en el mundo intelectual. Esta es una
actividad digna de elogio. Elegir ser mediocre en la vida es una triste
elección. Pero por desgracia, la mayoría de las veces, ocupadas con todos estos
oropeles se olvidan de algo: «He aquí hay uno mayor que Salomón en este lugar»
(Mateo 12: 42). Jesús les pide no que aprecien la belleza de su palabra y nada
más; les pide que le entreguen su corazón y se rindan a su servicio. Por
desgracia muy pocos están dispuestas a obedecer este punto. Pueden incluso
considerar que Jesús era mayor que Salomón. Pero no le consideran como Redentor
de su pecado y de su culpa. Por tanto, no se sienten inclinadas a adherirse a Él
ni a alabarle con agradecimiento. Se quedan donde se quedó la reina de Saba.
Van a Jerusalén, se entusiasman y se marchan.