Faraón ordenó que los hebreos echaran los hijos varones recién
nacidos en el Nilo (Éxodo 2). Jocabed, que ya tenía dos hijos: María y Aarón, quizás
había orado para no volver a quedar en cinta, a fin de evitar una tragedia. No
es difícil imaginarse la lucha interna en el corazón de Jocabed durante estos
meses de embarazo. La preocupación llega a su clímax al dar a luz: “Sí, es un
niño” Pero el dolor maternal transforma a Jocabed en una heroína. Decide luchar
por el hijo no solo por instinto materno sino porque intuyó que había un propósito
divino. No sabemos cómo consiguió esconder al niño Moisés durante sus tres
primeros meses (Hebreos 11: 23). La imaginación de una madre hace prodigios.
Pero llegó pronto el momento en que el niño, robusto y sano, habría llamado la
atención de alguien con sus lloros y gritos. "No pudiendo, pues, ocultarle
más tiempo, tomo una arquilla de juncos y la calafateó con asfalto y brea, y
colocó en ella al niño y lo puso en un carrizal a la orilla del río."
María se quedó a una corta distancia observando. El resto todo el mundo lo
sabe. Al ocurrir el maravilloso salvamento. "¡Madre, madre!", correría
alocada a su casa. "Una señora muy importante quiere que críes a
Moisés." Es imposible describir con palabras el dolor y angustia que
sufren algunas madres por sus hijos. El dolor en el parto, el ver al niño
enfermo en la cuna con el rostro ardiente por fiebre, la ansiedad del futuro
incierto que se cierne sobre ellos, y sobre todo saber que han traído al mundo
un ser con un alma y tienen que dar cuenta de ella a Dios por la forma en que
lo han criado. Pero, ¡oh!, el gozo de poder decir, como decimos de Jocabed:
"Su fe salvó al niño."