Érase una vez un anciano que vivía solo y era tan viejo que ya no
podía trabajar. Tenía tres hijos que habían crecido y estaban tan ocupados con
su propia vida nunca tenían tiempo para ver a su padre. Acercándose la celebración
del Día del Padre, el anciano fue a ver a su amigo el carpintero y le pidió que
le fabricara un cofre grande. Luego fue a ver a su amigo el cerrajero y le
pidió que le diera un cerrojo viejo. Por último fue a ver a su amigo el
vidriero y le pidió todos los fragmentos de vidrio rotos que tuviera. El
anciano se llevó el cofre a casa, lo llenó hasta el tope de vidrios rotos, le
echó llave y lo puso bajo la mesa de la cocina. El Día del Padre, los tres
hijos fueron a visitar al anciano y al ver el cofre preguntaron: — ¿Qué hay en
ese cofre?—. — Solo algunas cosillas que he ahorrado— respondió el anciano —. Sus
hijos lo empujaron, oyeron un tintineo y vieron que era muy pesado. — Debe
estar lleno con el oro que ahorró a lo largo de los años — susurraron. Deliberaron
y acordaron turnarse para vivir con el viejo, y así custodiar el tesoro. Cada
semana, un hijo se mudaba a la casa del padre, lo cuidaba y cocinaba. Lo
hicieron hasta el día en que el anciano padre enfermó y falleció. Los hijos le
hicieron un bonito funeral ¡Pues sabían que una fortuna los aguardaba! Cuando
terminó la ceremonia, abrieron el cofre y lo encontraron lleno de vidrios
rotos. — ¡Qué triquiñuela infame!— exclamó el hijo mayor–. ¡Qué crueldad hacia
sus hijos! — Pero, ¿qué podía hacer? — Preguntó tristemente el segundo hijo—.
Seamos francos. De no haber sido por el cofre, lo habríamos descuidado hasta el
final de sus días. — Estoy avergonzado de mí mismo— sollozó el hijo menor—.
Obligamos a nuestro padre a rebajarse al engaño, porque no observamos el
mandamiento que él nos enseñó cuando éramos pequeños de honrar a los padres…