Jesús había deseado comer aquella cena con sus escogidos antes de
sufrir. Quería hacerlo para su propio consuelo y para el de ellos. Por tanto,
hizo los preparativos necesarios encargándolos a dos de sus devotos quienes se preocuparon
por el cordero, traído al sacerdote antes que fuera crucificado, compraron las hierbas amargas, los panes de pascua, el
vino, y se apresuraron para preparar la comida. Ya reunidos alrededor de la
mesa, buscaron con la vista al siervo habitual que les lavara los pies, pero,
al no ver a nadie se tumbaron en sus literas sin decir palabra. Jesús pronunció
la habitual oración de acción de gracias; entonces vieron que se levantaba de
su litera. La charla se interrumpió. El Maestro se quitó el manto en silencio.
Provocando la consternación general, se acercó a la jofaina de lavarse, se ciñó
la toalla en torno a la cintura, tomó el barreño lleno de agua, y se acercó al
discípulo más próximo y comenzó a lavar los pies de sus discípulos. El fin de
este ejemplo: Que estos hombres entendieran que a ellos sería asignada la tarea
de ir por el mundo sirviendo a Dios, sirviéndose los unos a los otros y a todas
las personas a las que llevasen el mensaje de salvación. Jesús sabía que la
hora había llegado en que Él tenía que partir de este mundo para ir al Padre.
Sabía también que había venido de Dios y regresaba a Dios; y que el Padre había
puesto todas las cosas en su mano. Con este conocimiento iba unido un amor
rebosante. “Habiendo amado a los suyos que estaban en este mundo, los amó hasta
el fin”, no solo en cuanto al tiempo, sino también a la intensidad.