“Jesús se alejó un poco de ellos, se arrodilló hasta tocar el
suelo con la frente y empezó a orar: “Padre mío, ¡Cómo deseo que me libres de
este sufrimiento! Si es posible, no me hagas beber este trago amargo. Sin
embargo, no hagas lo que yo quiero, sino lo que quieres tú, quiero que se haga
tu voluntad, no la mía” Mateo 26: 39 Para Jesús todo se reduce a un solo
problema: ¿No había otro camino? ¿No podía encontrarse una alternativa que le
evitara la infinita tiniebla que estaba a punto de inundar su alma? Si no lo
había, estaba dispuesto a seguir adelante. ¡Pero debía haber alguna otra forma!
¡Qué maravilloso que Dios se hiciera hombre! ¡Qué extraordinario que Jesús
luchara con un problema con el que nosotros también luchamos! “Lo haré, Señor,
si eso es lo que realmente quieres. Pero no sé cómo voy a poder hacerlo. ¿Es
esto realmente lo que quieres que enfrente?”. Cuerpo y alma se desgarraban,
resistiéndose, y con el alma agobiada por la tortura, Jesús clamó desnudando su
voluntad: “No sea como yo quiero, sino como tú.” Jesús pronunció estas palabras
por fe. Sabía por fe, aunque no pudiera sentirlo, que el Padre era justo,
omnipotente, y fiel. Pero Jesús era tan humano como divino, y su corporalidad
se resistía a todo lo que debía sufrir. Después de una hora, más o menos, debe
haber sentido algo de paz dentro de él. Enfrentaría la muerte si era necesario.
Con el pecho dolorido por la aspereza del suelo, se levantó, entumecido, y
volvió hasta sus discípulos, que dormían. Podemos ver cómo había aumentado su
fortaleza, porque al despertarlos, puede ayudarlos en su debilidad, está
suficientemente libre de sus propias preocupaciones como para poder verlos como
siempre los veía, débiles y necesitados de consejo.