El abuelo estaba sentado en la banca del patio. No se movía, solo estaba sentado cabizbajo
mirando sus manos. Entonces le dije: - Abuelo, hace rato que veo como miras tus
manos. - ¿Te has mirado alguna vez tus
manos?- Me preguntó. Lentamente abrí mis manos y me quedé contemplándolas. Volteé mis palmas hacia arriba y luego hacia
abajo. -No, nunca- le dije. El abuelo
sonrió y me dijo: “Estas manos, aunque arrugadas, secas y débiles han sido las
herramientas que he usado toda mi vida para alcanzar, agarrar y abrazar la
vida. Ellas pusieron comida en mi boca y ropa en mi cuerpo. Cuando niño, mi
madre me enseñó a plegarlas en oración.
Ellas ataron los cordones de mis zapatos y me ayudaron a ponerme mis
botas. Han estado sucias, raspadas y
ásperas, hinchadas y dobladas. Se mostraron torpes cuando intenté sostener a mi
recién nacido hijo. Ellas temblaron
cuando enterré a mis padres y esposa y cuando caminé por el pasillo con mi hija
en su boda. Han cubierto mi rostro,
peinado mi cabello y lavado y limpiado el resto de mi cuerpo. Han estado pegajosas y húmedas, dobladas y
quebradas, secas y cortadas. Y hasta el día de hoy, cuando casi nada más en mí
sigue trabajando bien, estas manos me ayudan a levantarme y a sentarme, y se
siguen plegando para orar. Estas manos son la marca de dónde he estado y la
rudeza de mi vida. Pero más importante
aún, es que son ellas las que Dios tomará en las Suyas cuando me lleve a casa.
Y con mis manos, Él me levantará para estar a Su lado y allí utilizaré estas
manos para tocar el rostro de Cristo”. Quedé impactado… ¡Nunca más volví a mirar
mis manos de la misma manera! Poco tiempo después, Dios estiró Sus manos tomó
las de mi abuelo y se lo llevó a casa...