Una historia cuenta de un rey que estaba enamorado de Helena: una
mujer de baja condición a la que el rey había hecho su última esposa. Una tarde
en que Helena estaba sola en el palacio, llegó un mensajero para avisarle que
su madre estaba enferma. Pese a que existía la prohibición de usar el carruaje
personal del rey (falta que era castigada con la muerte), Helena subió al
carruaje y fue a ver a su madre. A su regreso, el rey fue informado de la
situación. -¿No es maravillosa? -dijo- Esto es verdaderamente amor filial. No
le importó su vida para cuidar a su madre ¡Es maravillosa! Otro día, mientras
Helena estaba sentada en el jardín del palacio comiendo fruta, llegó el rey.
Ella lo saludó y luego le dio un mordisco al último durazno que quedaba en la
canasta. -¡Parecen ricos!- dijo el rey. -Lo son -replicó ella- y alargando la
mano le cedió a su amado la fruta que comía. ¡Cuánto me ama! -comentó después
el rey-, renunció a su propio placer, para darme el último durazno de la
canasta. ¿No es fantástica? Pasaron algunos años y, por alguna razón, el amor y
la pasión por Helena desaparecieron del corazón del rey. Entonces buscó alguna
excusa para enviarla a la guillotina. Y se dijo así mismo: “Ella nunca se portó
como una reina. ¿Acaso no desafió mi investidura usando mi carruaje en aquella ocasión?
Es más, recuerdo que un día me dio a comer una fruta mordida”. ¡Qué ironía! El
amor cambia la perspectiva con la que vemos a otros. Aun las faltas se saben
perdonar cuando el amor está de por medio.