El monarca sostenía, mediante un debate con Quevedo, que cualquier
ofensa queda lavada por una disculpa. El escritor alegaba que una disculpa
deshonesta, cínica o mal planteada puede resultar peor que el hecho por el que
se pide perdón. El rey retó a Quevedo, quien entonces fungía como su
secretario, a ofenderlo y encontrar una disculpa que resultase peor que el
propio agravio. Apenas dio la vuelta, el poeta le puso las manos en las nalgas.
No bien repuesto de la sorpresa, Felipe IV escuchó las siguientes palabras: –
Perdón, señor, pensé que era la reina.