El rey, en su avaricia, había apresado y encarcelado a Romualdo, a
quien todo el pueblo veneraba y reverenciaba como a hombre de Dios y profeta de
su pueblo, e hizo saber que no lo pondría en libertad hasta que el pueblo
pagase una muy elevada cantidad de dinero por su rescate. Una manera un poco
primitiva y salvaje de cobrar impuestos. El rey sabía que el pueblo veneraba al
santo y acabaría pagando. El rey, en su avaricia, había apresado y encarcelado
a Romualdo, a quien todo el pueblo veneraba y reverenciaba como a hombre de
Dios y profeta de su pueblo, e hizo saber que no lo pondría en libertad hasta
que el pueblo pagase una muy elevada cantidad de dinero por su rescate. Pagaron
mucho, en efecto, pero la cantidad recaudada no llegaba aún a lo estipulado.
Una viejecita de un pueblo muy lejano se enteró también de lo que sucedía y
quiso contribuir en su pobreza. Era hilandera, y todo su capital en aquel
momento eran seis madejas recién hiladas. Las tomó y se encaminó al palacio a
entregarlas para el rescate. Las personas, al verla pasar, se contaban unos a
otros su caso, y no podían menos de sonreírse ante la ingenuidad de su gesto y
la inutilidad de su esfuerzo. ¿Qué valían seis madejas de hilo en un rescate de
millones? Algunos incluso se lo decían a la cara y la disuadían de su empeño. Pero
ella seguía su camino y contestaba: “No sé si pondrán en libertad a Romualdo o
no. Lo único que pretendo es que cuando Dios, en su juicio, me pregunte qué
hice yo cuando Romualdo estaba en la cárcel, no tenga yo que bajar los ojos
avergonzada”. Y presentó su ofrenda. El rey, a cuyos oídos había llegado ya su
historia, liberó al hombre de Dios. Sabemos que el alma de la humanidad está en
la cárcel. ¿Cuándo nos pondremos en camino con nuestras seis madejas?