Entonces la mujer ofreció al Gato un tazón de leche, blanca y
tibia y le dijo: “Oh, Gato, tú eres tan sagaz como un hombre, pero recuerda que
no hiciste tu trato con el Hombre ni con el Perro, y no sé qué harán ellos
cuando lleguen a casa”. “¿Y a mí que me importa? –Contestó el Gato-. Si tengo
mi lugar en la cueva junto al fuego, y mi leche blanca y tibia tres veces al día,
no me importa lo que haga el Hombre o el Perro”… Y a partir de aquel día, mi
amado, tres hombres de cada cinco que se precien como tales arrojarán siempre
cosas contra el Gato, dondequiera que lo vean, y todo Perro que se precie de
tal correrá tras el Gato y lo obligará a refugiarse en lo alto de un árbol.
Pero el Gato también cumple con su parte del trato. Caza ratones y juega con
los bebés cuando está en la casa, siempre y cuando no le tiren con demasiada
fuerza de la cola. Pero cuando ha cumplido, y entre tarea y tarea, y cuando la
Luna se levanta y cae la noche, el Gato sale a caminar solo, y todos los sitios
le dan igual. Entonces se va al Húmedo y Salvaje Bosque o sube a los Húmedos y
Salvajes Arboles o camina por los Húmedos y Salvajes Techos, meneando su
salvaje cola y caminando en su salvaje soledad. (Rudyard Kipling).