En su tiempo, Simón Thomas fue un gran médico. Recuerdo que lo conocí
un día en la casa de un acaudalado anciano que sufría de tuberculosis. Al
discutir con su paciente distintas curas, le dijo que una de las formas de
sanar sería la de brindarme a mí la posibilidad de disfrutar de su compañía:
eso le permitiría fijar la mirada en la frescura de mi semblante, y sus
pensamientos en la desbordante alegría y el vigor de mi joven virilidad; al
llenar todos sus sentidos con la flor de mi juventud, su estado podría mejorar.
Lo que se olvidó de decir es que el mío podría empeorar. (Montaigne).