Al estallar la guerra entre EEUU y España en 1898 era
indispensable entenderse con toda urgencia con el general García, jefe de los
revolucionarios de Cuba. García, estaba emboscado en las asperezas de las
montañas; nadie sabía dónde. Ninguna comunicación le podía llegar ni por correo
ni por telégrafo, y no obstante era preciso que el presidente de los Estados
Unidos se comunicara con él. ¿Qué hacer? Alguien dijo al presidente: “Si es
posible encontrar a García, conozco a un tal Roan que lo hará”. Buscaron a Roan
y se le entregó la carta para García. Roan tomó la carta y la guardó en una
bolsa impermeable, sobre su pecho, cerca del corazón. Al cuarto día saltó de la
sencilla canoa que lo había conducido a la costa de Cuba. Desapareció por entre
los juncales y después de tres semanas se presentó al otro lado de la isla. Después
de atravesar a pie un país hostil, entregó a García el mensaje del que era
portador. Cuando Rowan tomó la carta que debía entregar nunca preguntó: “¿Quién
es García? ¿Dónde está ese tal García? ¿Por dónde me voy a ir? ¿Esto será
fácil?, ¿no traerá peligros este oficio? ¿Pagan extras? ¿Y si no lo encuentro? ¿Y
por qué debo ir yo? O tal vez aclararía para desistir: ¡Yo solo puedo de lunes
a viernes de 9 am a 3 pm! ¡La verdad, mejor que vaya otro!”