Las águilas anidan en la cima de las montañas, en zonas
escarpadas, de difícil acceso al ser humano. Allá colocan espinas para proteger
la morada, pero al interior las cubren con plumas para evitar daños a sus polluelos.
Mamá águila se encarga por un buen tiempo de llevar alimento a sus pequeñines.
Frescas y jugosas lombrices al principio, sabrosos y tiernos ratoncillos u
otros animales pequeños después, hasta llevarles suculentas tiras de carne y
correosas serpientes encontradas en los valles. La vida es muy cómoda en el
nido, pues siempre su madre les provee de todo, comida, cobijo, calor, mimos,
protección. Mamá águila nota que cada vez ocupa mayor cantidad de alimento.
Siente la proximidad del tiempo en que sus hijitos empiecen a volar para
conseguir su sustento propio. Cierto día, con alas, patas y pico les empuja
hacia el borde del nido. Los aguiluchos extrañan el comportamiento de su madre
y, como saben que detrás del borde está el precipicio, usan sus uñas y el
creciente pico, intentando detenerse de cuanto punto fijo encuentren, para
evitar ser expulsados del hogar materno. El águila tiene decidido aventarlos
hacia abajo y con grandes esfuerzos, venciendo la resistencia de los pequeños,
logra arrojarles al vacío. En la caída sienten el vértigo, el viento fuerte y
frío. El instinto de conservación les hace patalear, aletear con desesperación…
Pronto se dan cuenta de que pueden volar. Asombrados e incrédulos cruzan los
aires, contemplan la majestuosidad del paisaje, atraviesan nubes. Luego
aprenden a cazar para alimentarse. El ciclo se completa, ahora son capaces y
están en posibilidades de vivir independientes, podrán construir su propio
nido, y formar una nueva familia.