De una manera gradual y desde la creación de todas las cosas, Dios
ha revelado su ley divina al ser humano. Primero fue escrita en la naturaleza: “El
cielo azul nos habla de la grandeza de Dios y revela la obra de sus manos” (Salmos
19: 1). Luego fue escrita en la conciencia del hombre, el cual, aunque afirme
su desconocimiento: “Demuestra que en su mente está escrito lo que está bien y
lo que está mal, así como dice la ley, y su conciencia les sirve de testigo.
Sus razonamientos los condenan o los defienden porque cuando hacen lo malo
tienen remordimientos y cuando hacen el bien saben que hacen bien y no se
sienten culpables” (Romanos 2: 15). Después sus principios fundamentales fueron
escritos sobre tablas de piedra (Éxodo 24: 12). A su debido tiempo Jesús
apareció como la encarnación perfecta de la verdad la cual Él ilustró en su
propia vida sin pecado: “Aquel que es la Palabra habitó entre nosotros y fue
como uno de nosotros. Vimos el poder que le pertenece como Hijo único de Dios…”
(Juan 1: 14). Más tarde vinieron todas las Escrituras, la edición escrita más
amplia y completa: “Todo lo que está escrito en la Biblia es para enseñarnos.
Lo que ella nos dice nos ayuda a tener ánimo y paciencia, y nos da seguridad en
lo que hemos creído” (Romanos 15: 4). Era el propósito de Dios que su ley también
fuera escrita en el corazón de su pueblo (hebreos 8: 10) y que sus preceptos
pudieran ser “leídos” en su vida exterior: “Todos pueden ver claramente el bien
que Cristo ha hecho en la vida de ustedes... Es evidente que son una carta de
Cristo… Esta «carta» no está escrita con pluma y tinta, sino con el Espíritu
del Dios vivo. No está tallada en tablas de piedra, sino en corazones humanos… a
la vista de todos los que la quieran leer”.