En la madrugada del 2 de setiembre de 1666, si inició un
gigantesco incendio en la ciudad de Londres, Inglaterra, que duró hasta el 5 de
ese mes. El fuego destruyó el centro de la ciudad medieval, dentro de la vieja
muralla romana de Londres convirtiéndose en una de las mayores calamidades de
su historia. Destruyó más de 13 mil casas, 87 iglesias y 4 puentes sobre los ríos
Támesis y Fleet. Se desconoce el número de víctimas fatales. Lo positivo de
este incendio, en medio, de esta tragedia, es que puso punto final a la
epidemia de peste bubónica que causó más de 100 mil muertes en la ciudad, desde
su inicio en 1665. Desde el incendio, ¡Nunca más ha habido epidemias de esta
enfermedad en Londres! El fuego consume, pero también purifica y refina. Así
como el incendio de Londres devastó gran parte de la ciudad, pero, gracias a
él, se frenó la peste, a veces Dios permite que el “fuego” nos alcance, para
pulir nuestro carácter. Ya lo advirtió el apóstol Pedro: “Queridos hermanos, no
se sorprendan de las pruebas de fuego por las que están atravesando, como si algo
extraño les sucediera. En cambio, alégrense mucho, porque estas pruebas los
hacen ser partícipes con Cristo de su sufrimiento, para que tengan la inmensa
alegría de ver su gloria cuando sea revelada a todo el mundo”. (1 Pedro 4: 12 –
13). Dios pone al hombre donde él pueda probar sus facultades morales y revelar
sus motivos, a fin de que puedan mejorar lo que es bueno en ellos y apartar lo
malo.