Mi madre me regaló mi primera y única guitarra, la cual conservo, desde
hace más de 30 años. Mi guitarra ya existía desde antes de que yo viniera al
mundo y no le importó quien era yo, si sabía tocar o cual género musical me
gustaba más. ¡Simplemente me aceptó! Durante todo este tiempo ha sido mi terapeuta,
me ha ayudado a aliviar las penas y ¡Es la única que nunca me ha abandonado! Muchas
veces ha acompañado mi soledad y me ha escuchado en medio de la tristeza,
siendo la única que me entiende cuando he llorado y siempre ha estado ahí cuando
he necesitado de alguien y no hay nadie. En incontables ocasiones mi guitarra
se ha adueñado de mi dolor en forma de melodía triste y me he desahogado con
ella como si tuviera más sentimientos que una persona. ¡Si mi guitarra hablara tendría
muchas historias que contar! Con ella he llegado a creer que no somos nosotros
sin ciertas cosas que, aunque no lo parezcan son indispensables. No es que esté
atado a ella; al contrario, mi guitarra me ha liberado y ha sacado mi
personalidad afuera. Cuando la tomo en mis manos siento algo primitivamente
calmante que se va a mi sistema nervioso y me hace sentir que estoy a diez
metros de altura. Con ella he aprendido que hay mil sentimientos dentro de cada
conjunto de notas y que cada sentimiento representa un momento de mi vida. Seis
cuerdas y un trozo de madera… Jamás pensé que dos cosas tan sencillas me harían
tan feliz.