Un león corría tras una gacela por un valle. Ya casi le había dado
alcance, y con ojos ansiosos gozaba de antemano de una comida segura y
satisfactoria. Parecía imposible que su víctima escapara, pues un profundo cañón
bloqueaba el camino tanto para el cazador como para el cazado. Pero la ágil gacela,
recurriendo a todas sus fuerzas, cruzó el abismo de un salto y se detuvo inmóvil
en el rocoso acantilado, del otro lado del cañón. Nuestro león se detuvo en
seco. En ese momento, un amigo suyo pasaba por allí. El amigo era el zorro, que
le dijo: “¿Cómo? No me digas que con tu fuerza y tu agilidad te darás por
vencido por una débil gacela. Con solo recurrir a tu fuerza de voluntad, podrás
lograr milagros. A pesar de que el abismo es profundo, estoy seguro que, si te
lo propones de verdad, podrás saltarlo. Sin duda puedes confiar en mi
desinteresada amistad. No te incitaría a exponer tu vida si no estuviese tan
seguro de tu fuerza y tu destreza”. La sangre del león comenzó a hervirle en
las venas. Se lanzó al espacio con toda su fuerza. Pero no logró cruzar el
abismo, cayó sin remedio y se estrelló contra el fondo. ¿Y que hizo su querido
amigo? Con cautela bajó hasta el fondo del cañón, y allí, en el espacio
abierto, al ver que el león ya no quería ni elogios ni obediencia, se dispuso a
rendir los últimos tristes tributos a su amigo muerto. Al cabo de un mes, de éste
solo quedaban los huesos. (Ivan Kriloff)